(Fuente, Diario EL PAIS Cali)

Fotografía: Cristhian Zuñiga | El País
La mezcla está casi lista. Luis Arbey y Jessica revuelven
con una energía desbordante, no pueden permitir que se formen grumos. A
simple vista, estos jóvenes no parecen tener ninguna discapacidad, pero
tienen una condición especial: ambos tienen retrasos mentales leves y
hacen parte de las 148.800 personas discapacitadas que viven en Santiago
de Cali.
Agregan un poco de harina y muchos
huevos. Deben seguir revolviendo juntos hasta lograr la consistencia
deseada. Cerca de ellos hay otros jóvenes con discapacidad cognitiva que
se enfocan en distintas tareas culinarias: unos engrasan los moldes en
los que se hará la torta, otros terminan de armar la pizza que pronto
entrará al horno y unos cuantos más se encargan de lavar los utensilios
usados.
El escenario es la panadería del
Instituto Tobías Emanuel, un lugar que desde hace medio siglo atiende a
personas con distintos tipos de discapacidad intelectual. Desde hace
cuatro adelanta un programa de formación llamado ‘Panadero-pastelero’,
dirigido a jóvenes mayores de 14 años a los que se les han diagnosticado
problemas de aprendizaje en varios niveles. En este momento hay 24
inscritos.
Luis Arbey, por ejemplo, está
ahí de milagro. La fuerza con la que ahora agarra la masa de la torta se
asemeja quizás a esa fuerza con la que se mantuvo atado a la vida hace
18 años, cuando estuvo a punto de morir tan solo unos días después de
haber nacido.
Su madre, Gloria Lizeth, recuerda
que la hiperactividad de Luis se sintió desde el vientre, pues el parto
se adelantó y nació a los siete meses. En el Hospital Departamental,
mientras recibía algunos tratamientos por su nacimiento prematuro,
adquirió una bacteria que casi deja su nombre solo en el recuerdo. De
tres niños infectados, él fue el único que sobrevivió.
Pero
el drama no terminó allí. Después de la bacteria le dio reflujo, y
cuando al fin superó estos impasses y pudo irse a casa, una meningitis
bacteriana le obligó a regresar al hospital. Esta última infección le
causó un daño cerebral. Y entonces unos años más tarde, cuando ingresó
al colegio, el pequeño Luis Arbey empezó a perder materias y a repetir
los cursos. Su mamá se dio cuenta de que tenía algo distinto.
Ahora,
aunque no le va muy bien con la matemática y hay que repetirle las
cosas varias veces, está cursando bachillerato acelerado y próximamente
se graduará del programa ‘Panadero – pastelero’, al que asiste todos los
días en bicicleta desde hace un año y medio.
El
caso de Jessica también es de admirar. Su memoria funciona a corto
plazo, así que con el paso del tiempo va olvidando la mayoría de las
cosas que ha aprendido. Con el delantal y el tapabocas repletos de
mezcla para torta cuenta que su interés por la panadería se despertó al
ver a un amigo preparando panes y galletas.
“Él
me enseñó a batir y a hacer toda la preparación. En mis ratos libres le
ayudo a mi mamá a cocinar, sé hacer arroz y sudado de carne. Lo que me
queda más rico es el café”, cuenta la mujer de 23 años.
Una escuela para la vida
Los
aprendices deben pesar cada molde para que quede con la misma cantidad
de masa que los otros. Anotan los valores en el tablero y luego se
reúnen para hacer una cuidadosa suma en la calculadora. Aunque han
presentado algunos avances, ninguno tiene destreza con el manejo de los
números.
No puede haber errores. Esas mantecadas
que pronto entrarán al horno van a ser el refrigerio de los más de 100
niños que viven en la institución, la mayoría con discapacidades y
retrasos severos.
Esa fue una de las ideas más importantes
cuando se remodeló la panadería a principios de este año gracias a las
donaciones de empresas privadas: que los aprendices pudieran cocinar lo
que sus compañeros comerían al día siguiente.
Tampoco
puede haber errores porque estos chicos están próximos a recibir una
certificación que les permitirá ser contratados como aprendices en
panaderías y pastelerías o, por qué no, montar sus propios negocios.
Una apuesta a la inclusión
El
programa ‘Panadero - pastelero’ que ofrece el Tobías Emanuel se
sostiene gracias a al apoyo económico de la Secretaría de Educación y de
algunas empresas que se solidarizan con la causa.
57 jóvenes de los que han tomado alguno de los programas de formación para el trabajo del Instituto Tobías Emanuel están vinculados a empresas de la ciudad.
Sus 24 estudiantes
hacen parte de los 140 niños, jóvenes y adultos discapacitados que se
benefician de dicha institución, que a su vez engrosan la lista de los
2.624.898 discapacitados que tiene censados el Dane en todo el país.
Gracias
a la Ley 789 de 2002, las empresas están obligadas a contratar mínimo
un aprendiz por cada 15 trabajadores. Así, si una empresa tiene 450
empleados, debe incluir en su nómina a 30 aprendices y remunerar su
trabajo con el salario mínimo.
Y existe
un beneficio adicional: cada persona discapacitada que sea contratada
como aprendiz cuenta por dos. Es decir, si una empresa tiene 450
empleados y contrata 15 aprendices en situación de discapacidad, está
cumpliendo con la cuota exigida legalmente.
Además
del programa de panadería, la Institución Tobías Emanuel tiene otros
cuatro programas de formación laboral: jardinería, auxiliar de almacén,
auxiliar de oficina y joyería artesanal. Antes de decidirse por alguno,
los jóvenes pueden rotar por todos durante un periodo de dos meses para
elegir el que más les llame la atención y en el que, según cada docente,
tengan más habilidades.
El reto de aprender
Las
tortas están listas para entrar al horno. De la mano del profesor
Rodrigo López Cruz, quien desde el 2008 está vinculado a la institución,
los estudiantes han aprendido a hacer otros productos de panadería como
pan integral, pandebono, donas, arepas y pizzas.
Panadero
de profesión, Rodrigo trabaja desde hace 15 años con niños y jóvenes
con discapacidad cognitiva. Incluso, en algún momento les enseñó a niños
sordos. Su gran reto, dice, es encontrar las estrategias para que ellos
puedan entender los conceptos que les comparte. A veces funcionan, a
veces no tanto. El profe se ha convertido en un innovador constante.
Recuerda entonces el proceso que ha tenido con sus estudiantes del Tobías.
En
ocasiones le resulta frustrante enterarse de que ya nadie tiene
presentes los conceptos que acabó de explicar, que no saben cuánto son
dos mil gramos divididos en cuatro porciones y que no recuerdan que
Saccharomyces cerevisiae es el nombre científico de la levadura así se
los haya repetido durante todo el curso.
Sin
embargo, otras veces le es muy satisfactorio verlos a todos ocupados,
trabajando en equipo y hablando entre ellos mismos sobre los pasos a
seguir en cada preparación.
Sarai, por
ejemplo, es una de las estudiantes más pilosas. Además de estar siempre
atenta en las clases, se dedica a estudiar los conceptos de panadería en
sus ratos libres.
A sus 16 años ya tiene claro lo
que quiere hacer en su vida: montar un restaurante de comida
internacional. Por eso ha experimentado ya con la preparación de platos
como camarones al estilo vietnamita, algo que recuerda que le salió muy
bien.
Para el ‘profe’ Rodrigo, la ecuación está
clara: en el colegio, con bastante dificultad, ellos aprenden las
materias tradicionales, pero hace falta algo para lograr una formación
integral: las artes. En el programa de panadería y pastelería pueden
explorar sabores, texturas y olores, y crear nuevos platos para poner a
prueba su creatividad.
“Aquí hacemos un trabajo en
equipo, colaborativo. Los que más saben les ayudan a los que están
confundidos, entonces gran cantidad de los muchachos aprenden fácilmente
de los demás. Yo utilizo el mismo uniforme que ellos porque en realidad
todos somos compañeros, no hay nadie superior. Se siente un ambiente de
amistad, todos al mismo nivel”, afirma el docente.
Además
de compartir recetas, estos jóvenes reciben un acompañamiento
psicológico que involucra a sus familias para mejorar y fortalecer las
relaciones. “Para una familia siempre es muy duro tener un miembro con
discapacidades, por eso hay que iniciar un proceso en el que se brinda
orientación y apoyo. La mayoría de jóvenes discapacitados tienen
destrozada la autoestima, hay que trabajarles en el amor propio”, dice
Stella Rubiano, directora del instituto.
De
eso ha sido testigo Andrés Felipe, quien empezó a aprender panadería
desde el 2009 y también está próximo a recibir su certificación. Con sus
frases entrecortadas cuenta que estar inactivo le produce aburrimiento y
sueño, por eso espera ansioso la clase con el profesor Rodrigo todos
los días a la 1:00 p. m.
En el caso
particular de estos chicos, mantenerse ocupados funciona. No hay duda.
La depresión se va, la tristeza se espanta y la sonrisa regresa. Se
sienten útiles y capaces de crear algo en lo que primero debieron creer.
Confirman que su condición especial es precisamente eso: algo especial.
El pito del horno suena. Las tortas están listas para ser probadas.
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